Hechos 2:1-13
La celebración litúrgica que el calendario eclesiástico indica para todas aquellas personas que buscan una identificación con las diversas comunidades cristianas es que ha llegado el día del pentecostés—o simplemente el recordatorio, claro está. De las distintas lecturas en esta fecha que propone el leccionario común revisado, escojo para la reflexión el relato en el segundo capítulo de el libro de los Hechos. El énfasis sobre la importancia de esta narrativa quizás sea muy difícil de considerarse excesivo; ella exalta el significado singular del momento transición que vivieron los primeros cristianos entre la vida, ministerio, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, y el nacimiento de la iglesia. La manifestación visible de lo que se reconoce como el “derramamiento” del Espíritu Santo ha tenido y continuará teniendo un impacto inigualable en la historia de la iglesia. Utilizando la mismísima metáfora del fuego y su potencial de extenderse, podríamos decir que el Espíritu Santo se ha “desparramado” a lo largo y ancho del planeta en los últimos 120 años a través de los movimientos pentecostales y/o carismáticos que de alguna manera han impactado a la mayoría de las tradiciones eclesiales cristianas. Cabe entonces plantear algunas preguntas cruciales a la luz de las preocupaciones ético-teológicas como las de aquellos que se sienten indignados por las injusticias que se cometen a diario en perjuicio de los más débiles, las minorías y los pobres. Una lista de víctimas puede ser mucho más detallada, pero todas sufren ante la mirada y actitud pasiva de gran parte del cristianismo que conserva esencialmente una estructura que, conscientemente o no, se somete a los designios de un imperio globalizado. ¿Cuál es el impacto de transformación social que el “movimiento" del Espíritu ha producido en general? ¿Puede separarse la vida espiritual que genera el Espíritu de Dios de la praxis (vida) necesariamente resultante? ¿Qué valores éticos intrínsecamente relacionados con la praxis “inspira” el Espíritu Santo en cristianos y cristianas ante los desafíos del siglo 21? La influencia del poder del Espíritu Santo, propongo, debe ser interpretada desde una perspectiva liberadora que afirme la vida.
Las preguntas planteadas son tan sólo algunas entre las muchas acuciantes que recaen sobre la conciencia cristiana ante algunas de las realidades que nos incumben profundamente aunque sería imposible esbozar respuestas en tan corta reflexión. Pero, nos enfrentamos a situaciones concretas que en apariencia emergen abruptamente pero que no hacen otra cosa que revelar lo que ya no puede sorprendernos: la cultura de muerte y violencia subyacente que nos rodea, que se refleja en el racismo, el clasismo, la homofobia y la desvalorización del la vida, incluyendo la biosfera de nuestro planeta. Lo concreto de la violencia y el racismo en Estados Unidos no pudo ser más claro y evidente que lo que las cámaras de los tantos medios de difusión nos proveyeron en esta época de información instantánea. El mundo entero fue testigo de cómo George Floyd fue reducido violentamente por la policía de Minneapolis y cómo, en una actitud de insensibilidad criminal por parte de un oficial, que ejerciendo presión excesiva con la rodilla sobre su cuello, le ocasionó la muerte, sin oír sus súplicas que imploraban con voz ya débil, “no puedo respirar.” Las imágenes son harto elocuentes: el rostro mismo del agente policial refleja un aire mezcla de alivio y sentido del deber cumplido. Una vez más un cuerpo oscuro o de color o moreno ha sido sometido violenta y criminalmente al orden imperante de una cultura de supremacía de la raza blanca, que no es otra cosa que una construcción social ficticia e ideológica aumentada por la retórica política de la casa blanca.
A nadie escapa la conclusión de la lógica de la violencia: actos violentos generan más violencia; como alguna vez afirmara el arzobispo brasileño Elder Cámara, la violencia es como una espiral que cuando comienza va progresivamente en aumento. Lejos de aceptar la violencia que estalla durante las protestas justificadas de ciudadanos de todos los sectores que desean expresar su indignación por el hecho criminal en el cual George Floyd pierde su vida—algo que no es nuevo sino recurrente, la explicación responde a la lógica de la violencia. Pero la violencia no es solución; para mantener la integridad moral de la sociedad y el orden social es necesario interrumpir los ciclos de violencia. Lamentablemente la mayoría de los reclamos de justicia buscan “curar” los síntomas y dejan de denunciar cuales son las raíces del mal; se busca calmar los ánimos para perpetuar algo que es sistémico. El sistema económico imperante es poderoso y global pero, como está demostrando la crisis de salud mundial provocada por la pandemia del Covid-19, es más endeble de lo que muchos imaginan. Como afirmara Michel Foucault las relaciones de poder impregnan toda la realidad pero al mismo tiempo diluyen las concentraciones del mismo. Las interacciones de poder reflejan las posibilidades constructivas en la resistencia debido a que donde hay poder siempre hay resistencia. Martin Luther King Jr. y César Chavez, los dos profetas mayores de la historia de los Estados Unidos enseñaron a su generación y a la posteridad en qué consiste una praxis de resistencia no violenta. Emulando a las voces del movimiento chicano, ¡sí se puede!
A este marco histórico presente, al que hay que responder con un mensaje profético que denuncia la injusticia y reclama justicia para todo ser humano, es necesario verlo con un sentido de esperanza nutrida por la fe del pueblo de Dios y a la luz del texto del día del pentecostés. Sin negar la realidad difícil que nos rodea debemos meternos en el escenario que pinta el autor en la intersección de la ascensión de Jesucristo, como culminación de los eventos más importantes para la fe cristiana, con el derramamiento del Espíritu Santo y el principio de la iglesia. La narrativa es elocuente: una serie de eventos naturales como una ráfaga de viento fuerte, el sonido de un estruendo, el fuego y el hablar en distintos idiomas convergen para pintar un cuadro sobrenatural de la manifestación divina por medio de la cual se afirman la promesa de Emanuel, Dios con nosotros, la de Jesús cuando declara que no deja a su pueblo huérfano a su partida, y la final antes de desaparecer de los ojos de sus discípulos en la cual proclama que el poder del Espíritu Santo reviste a su pueblo para la vida y el testimonio. Las imágenes que describe el pasaje de Hechos 2:1-13 reflejan lo extático del momento; un anticipo del futuro en cual las barreras de idioma, etnicidad, raza y cultura serán superadas y luego, más adelante, lo profético por medio del sermón del apóstol Pedro. El poder de Dios se hace palpable, visible y disponible por el Espíritu Santo que pone a todos los seres humanos que lo deseen en un plano de igualdad. Si hay algo que nos hace iguales es el Espíritu de Dios que habita en nosotros y nosotras. Lejos de entrar en un análisis exegético de este texto esencial, quiero aquí ofrecer sólo un bosquejo de algunos aspectos ético-teológicos del pentecostés que iluminen nuestro contexto.
En primer lugar, el Espíritu Santo llena de poder para la vida. En este sentido, es necesario entender a la vida en lo colectivo, en toda la importancia de la santidad de la misma como algo sagrado que debe promoverse, protegerse y disfrutar a pleno, precisamente en esa relación íntima con lo divino. Es la vida humana, la vida de la creación, la vida de todo ser sensible. Jesús confirmó el propósito de su encarnación de ofrecer vida abundante, presente aunque imperfecta, y futura, eterna y completa. Por ello, el Espíritu Santo que no es otro que el Dios de la vida nos ha sido dado para amar, esto es, amar la vida, la de toda criatura; este mismo Espíritu es el soplo divino que origina y sostiene la vida de todo lo creado. Por ello, la reflexión sobre esta afirmación y aún más allá, la impresión del poder del Espíritu Santo sobre nuestra razón sensible, la que interpreta las emociones sin ser dominada por las mismas y no es la mera herramienta instrumental de nuestro entendimiento, debe informar nuestra praxis, la de la vida, la social, la política y la estética. El Espíritu da dones, conforme a las Escrituras; hoy más que nunca tendrán peso transformador si se emplean con una conciencia clara para promover la vida en una cultura de violencia y muerte.
En segundo lugar, el Espíritu Santo inspira, da sabiduría e instruye a mujeres y hombres para el testimonio de Jesucristo quien en los evangelios sinópticos dirigió su mensaje, no hacia su persona, su obra salvífica o su divinidad, sino hacia el inicio del reino o la nueva realidad o el nuevo orden de Dios cuya consumación esta en futuro. Es decir, su mensaje fue un llamado a sus seguidores a ser testigos del reino en el contexto de un imperio violento, opresivo y poderoso como el romano. En esa situación el testigo (en griego martys) expone su vida y, como en muchos casos a lo largo de la historia, la pierde. Los testigos se transforman frecuentemente en mártires aunque no pierdan la vida necesariamente. Pero sufren la presión, críticas, burlas, amenazas, e insultos y en muchos casos el ostracismo cuando alzan su voz promoviendo valores contrarios al sistema que acepta “principios” cristianos cuando se alinean con el imperio. Jesús dejo muy claro que su testimonio o mensaje o evangelio era inspirado por el Espíritu de Dios en él (Lucas 4:18). Estas eran y son buenas nuevas de liberación. Por ese testimonio, Jesús fue un testigo a punto de perecer como mártir ante el juicio de su propio pueblo pero todavía no había llegado su hora de martirio. Ser testigos de Jesucristo y del reino de Dios en su poder transformador y subversivo para los “principados y potestades" de este tiempo no es tarea fácil. Como afirmara el gran teólogo aleman Dietrich Bonhoeffer, la gracia de Dios no es barata; el favor divino se sometió a la cruz, al auto-abandono para la redención y liberación de toda la vida incluido el planeta.
Finalmente, la iglesia es tal, el cuerpo de Cristo, por el Espíritu Santo con el que ha sido sellada y que le da poder. Por ello, no puede ser una institución o una estructura que que se rinda a la cultura global en el cual el planeta en su totalidad es convertido en un mercado donde se oprime y sacrifica la vida humana por el afán del consumo y la acumulación de riquezas. La iglesia debe encarnar los valores del reino de Dios y levantar su voz como los profetas que denunciaban el pecado en su totalidad pero enfatizando también la perniciosa incidencia social de éste sobre la vida de hombres y mujeres sometidos y sometidas a la opresión y la pobreza. La iglesia es la comunidad de Espíritu y, por lo tanto, el mensaje del evangelio el cual tiene como misión pregonar en el poder del Espíritu, son buenas nuevas de liberación, liberación del pecado, de la opresión y de la esclavitud, y en última instancia, de la muerte. La iglesia, como comunidad del Espíritu promueve la vida, no la muerte; la paz, no la guerra; promueve la no violencia, el diálogo, la solidaridad y sobre todo, el amor incondicional para con todo ser vivo.
Horacio Da Valle